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Los años previos a la Segunda Guerra Mundial. La creación del gusto por el expresionismo abstracto en el mercado estadounidense

Octava parte (continuación de: Séptima parte)

Hacia 1940, los criterios curatoriales de Nueva York estaban claramente definidos: el MoMa estaba interesado en el arte moderno europeo mientras que el Metropolitan Museum of Art -o Met, como se lo llama coloquialmente-, lo estaba en el arte académico norteamericano. Pero el gusto del consumidor cambiaría rápidamente, porque ya desde mediados de la década anterior, el advenimiento del fascismo y el nazismo llevaron a los Estados Unidos un flujo de refugiados de Europa; muchos con una erudición artística y familiaridad con la cultura del viejo continente a la que los artistas plásticos norteamericanos aún no habían accedido; cuando no, de académicos que fueron contratados por las universidades estadounidenses -entre otros: Albert Einstein, Erwin Panofsky, Enrico Fermi.

Declarada la guerra, se suma el retorno de coleccionistas aficionados, pero conocedores de las corrientes estéticas de las últimas décadas en Europa. La más conspicua de estas personalidades fue Peggy Guggenheim quien, en 1942, abrió en Nueva York, su Art of This Century Gallery, hecho providencial para los jóvenes pintores abstractos puesto que ella tenía los conocimientos y la fortuna como para ofrecer un espacio en la ciudad a estos artistas que no encontraban espacio en el Met o el MoMA. La metáfora de la Estatua de la Libertad recibiendo a los inmigrantes europeos a su arribo a los Estados Unidos pasó a ser una realidad tan concreta e imponente como los skyscrapers de Manhattan pero, además, hizo evidente que Nueva York era la única metrópoli del mundo lo suficientemente cosmopolita como para ocupar el lugar de París; estaban dadas las bases para el panorama futuro y se abrió un mundo de arte neoyorkino, independiente y sin nexos con París.

En este nuevo panorama que se ofrecía a los artistas, los grupos de pintores que habrían de llevar la voz cantante estaban influidos por el trotskismo o, al menos, por un marcado antiestalinismo; la invasión Rusa a Finlandia en 1939, el asesinato de Leon Trotsky en 1940 y la descarada denuncia de la Oficina Alemana de Noticias en 1943 del hallazgo de las fosas comunes con las víctimas polacas de la masacre de Katyn, ejecutada por orden de Stalin en 1940, deben haber contribuido no poco en la postura de estos artistas e intelectuales estadounidenses.

Nutridos de los  trabajos de Schapiro, Trotsky, Breton-Rivera y Clement Greenberg; el proceso ya venía avanzando sobre un terreno ya preparado y en agraz. Porque, en Agosto de 1941, cuatro meses antes que Estados Unidos entrara en la segunda guerra mundial, el empresario y coleccionista de arte Samuel Kootz sumó otro argumento cuando envió una carta al New York Times donde planteaba que, dada la guerra y la ocupación alemana de Francia: "las galerías necesitan talento fresco e ideas nuevas"; por lo tanto: el futuro de la pintura estaba en Norteamérica. En 1943, con el país involucrado en los frentes del Atlántico y el Pacífico, Kootz publicó un libro ampliando su tesis, su título es un dictum: New Frontiers in American Painting; connotación al Destino Manifiesto -ya explícita en el título- pero orientada hacia el este, hacia la otra costa del Atlántico Norte; y las nuevas fronteras de la nación serían ahora, en la tesis de Kootz, la escena artística internacional. El crítico Serge Guilbaut, disipa cualquier duda a este respecto: "Al intentar cruzar esa frontera, los artistas norteamericanos volvieron a su propia historia, a la tradición norteamericana. Intentaron convertirse en 'pioneros' para unirse a la avanzada de vanguardia". De esta manera, el interés del público estadounidense por su arte pasó a formar parte de la actividad patriótica y esto se manifiesta en el incremento del número de visitantes a los museos de Estados Unidos en el período; Guilbaut destaca el texto de un boletín del MoMA de 1942: "La colección del museo es un símbolo de las cuatro libertades por las que luchamos: la libertad de expresión… Es un arte que Hitler odia porque es moderno progresista-desafiante. Porque es internacional, porque es libre”.

El texto arriba citado parece una declaración avant la lettre de las políticas de los años de la guerra fría y que la crítica Eva Cokcroft habrá de analizar en un trabajo publicado en junio de 1974 en la revista Artforum, y cuyo título ya es una declaración de principios: 'Abstract Expressionism, Weapon of the Cold War'. Solo bastaría, en el texto del boletín del MoMA de 1942, cambiar Hitler por Stalin o, glosando el texto de Cokcroft: países del Pacto de Varsovia versus países de la OTAN; democracia versus totalitarismo.

Es evidente que ya, en 1942, existía clara idea de que la cultura era uno de los frentes de combate. Si para Clausewitz la guerra es la continuación de la política por otros medios y para Lenin -que lo parafrasea- la política es la continuación de la guerra por otros medios, podemos decir que, en 1942, está implícito, en un sector de la intelligentsia, norteamericana que el arte y la cultura son la continuación de la guerra por otros medios; baste comparar éste texto del boletín del MoMA con parte del discurso del presidente Franklin Delano Roosevelt a los libreros de América el 6 de mayo de ese mismo año: "Books can not be killed by fire. People die, but books never die. No man, no force can abolish memory... In this war, we know, books are weapons. And is part of your dedication always to make them weapons for man's freedom" (Los libros no pueden ser muertos por el fuego. La gente muere, pero los libros nunca mueren. Ningún hombre, ninguna fuerza puede abolir la memoria... En esta guerra, sabemos, los libros son armas. Y es parte de vuestra dedicación hacer siempre de ellos armas para la libertad del hombre).

De esta manera, la idea de que el consumo de cultura nacional también era una manera de participar en el esfuerzo bélico, y que esto era crucial para la supervivencia de la democracia y la civilización, volcó a los compradores a consumir artistas norteamericanos. Esta tendencia fue posible gracias al impacto de la guerra en la economía; con la demanda de mano de obra para la industria, el desempleo retrocedió a límites no pensados desde la crisis de 1929. Se incrementó el consumo de bienes suntuarios entre ellos el arte; invertir en pintura pasó a ser una manera tan buena como hacerlo en joyas. Al analizar esta nueva tendencia del mercado Serge Guilbaut nos hace ver que el número de galerías de arte de Nueva York pasa de 40 en 1939 a 150 en 1946 y que, inclusive grandes almacenes como Macy's y Gimbels empezaron a ofrecer obras procedentes de colecciones particulares, entres los cuales abundaban Rembrandt y Rubens.

El consumo de arte se democratizó, las revistas de decoración y Life pasaron a definir el gusto de sus consumidores; la clase media incorporó los patrones estéticos de las clases acomodadas. De manera paralela, la gente con formación universitaria o con aspiraciones intelectuales buscó establecer una distinción cultural con la nueva clase media y optó por otro tipo de arte, más audaz, más moderno; su opción fue la ahora orgánica: vanguardia norteamericana; tendencia rápidamente adoptada por la clase pudiente y en 1945 el mainstream está definido: los coleccionistas de arte moderno y contemporáneo compraban arte vanguardista norteamericano.

En 1946, será otra mujer, perteneciente a la alta sociedad, la adinerada pintora Betty Parsons, la que entre a tallar en el mercado de arte moderno cuando abre su galería en el cuarto piso de 15 E. 57th Street. Desde allí apuesta por los expresionistas abstractos: Barnett Newmann, Mark Rothko, Clyfford Still, Theodoros Stamos, entre otros. Ese mismo año Peggy Guggenheim cierra su Art of This Century Gallery; Betty Parsons dobla la apuesta y firma contrato con Pollock.





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