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Aristóteles y Horacio

En cuatro notas anteriores: Consejos de escritores1, Consejos de escritores 2, Consejos de escritores 3 y Emily Dickinson; no mencioné lo que para mí fue una revelación borgeana, por aquello de: "Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de 'rosa' está la rosa / y todo el Nilo en la palabra 'Nilo' "; todo comenzó con Aristóteles y Horacio, es destacable que ambos tengan como referente de la escritura a la pintura.

Empiezo por un griego, no Platón, el del Cratilo, sino Aristóteles, el de Poética; de la cual rescato un par de conceptos que siguen vigentes hasta hoy.

El primero de sus conceptos hace al desarrollo de las situaciones o conflicto por los que transitan los personajes -en términos arcaicos se llamaba: el motivo-. En este sentido, Aristóteles aclara: "Puesto que el poeta, al igual que el pintor o cualquier otro hacedor de imágenes, es un imitador; necesariamente imitará de una de estas tres maneras; o bien como las cosas eran o son, o bien como deben ser. Todo ello se expresa mediante un lenguaje que incluye las palabras insólitas, las metáforas y otros muchos recursos expresivos, que, en efecto, le son concedidos a los poetas" (Poética: 25).

Sigo por el romano, Horacio, quien, tras los pasos de la Poética escribe su Epístola a los Pisones, también llamada Arte Poética. Esta carta pertenece más bien al género de sermón (en la segunda de las cuatro acepciones que le da el diccionario de la RAE), porque en ella amonesta a los hijos del cónsul Lucio Pisón, quienes, siguiendo una costumbre muy en boga por aquellos años, se les dio por escribir tragedias. Con toda seguridad y ante una situación semejante, el viejo Vizcacha le habría aconsejado al hijo de Martín Fierro "no es para todos la bota de potro". Porque Horacio reprende a unos jóvenes chetos, como diríamos por estos andurriales -o jóvenes pijos como dirían allá en la madre patria- que se lanzaron a escribir sin el menor respeto por el arte o la tradición literaria.

Mark Twain, 20 siglos más tarde, a propósito de la obra de Fenimore Cooper escribió un texto semejante, más bien una obra maestra del arte de injuriar: Las ofensas literarias de Fenimore Cooper. En este breve ensayo Mark Twain dice, palabras más palabras menos: "diecinueve reglas gobiernan el arte literario de la narrativa romántica", poco más adelante lo acusa a Fenimore Cooper de haber violado diecisiete, las otras dos: "no las violó porque las ignoraba"; ¡chapeau!

En su Epístola a los Pisones, Horacio traza las huellas que seguirá Mark Twain, y cualquier otro que cogite sobre una estética -literaria o plástica-. Sus ideas fuertes son: equilibrio y lógica interna de una obra literaria; adquirir una técnica por medio del estudio y continuo ejercicio sobre los modelos griegos; la real necesidad de existencia de una obra de arte, es decir el rechazo de lo mediocre; y que el arte no es un mero recreo -en este caso de niños chetos o pijos-. Pero lo más importante es el balance de la carta, Horacio no aparece como un tradicionalista sino como amonestador, porque, en la discusión entre antiguos y modernos, el poeta se manifiesta a favor de los últimos.

Lo interesante de este libro es la coincidencia con lo postulado por ya Aristóteles, vale la pena transitar los primeros versos donde, en la frase final, ya se columbra que su actitud no es la de un conservador sino la de un crítico: "Si a una cabeza humana, un pintor quisiera unir un cuello de caballo y, juntando miembros de toda especie, adornarlos con plumas de distintos colores, de manera que una mujer hermosa de medio cuerpo arriba terminara en un pez terriblemente disforme... Creed, pues, Pisones, que muy semejante a este cuadro resultaría un libro cuyas inconsistentes imágenes, cual pesadilla de enfermo, fueran construidas de modo que ni el pie ni la cabeza se fundieran en una sola forma. Los pintores, igual que los poetas han tenido siempre el derecho de atreverse a todo". (Epístola a los Pisones 1:1-10)

Voy al segundo concepto de Aristóteles que, a la hora de hablar del carácter de sus personajes, sentó jurisprudencia estética y literaria: "Puesto que los imitadores imitan a los individuos en acción y es necesario que éstos sean buenos o malos (los caracteres, en efecto, casi siempre se conforman a sólo a estos dos, pues todos los caracteres se diferencian por el vicio o por la virtud) entonces los imitarán, o bien mejores que nosotros mismos, o bien peores, o bien iguales, como hacen los pintores: Polignato los pintaba peores, Pausón peores, Dionisio iguales". (Poética: 2).

Partiendo de esta última comparación se pueden definir casi todos los caracteres de los personajes literarios en una gama que va de: realistas a caricaturescos; héroes a villanos; santos a pecadores.

Y el que supo muy bien sobre esto fue Hemingway cuando cometió el pecado literario de pintar el salvajismo de la guerra española, pero cometido desde el bando republicano. Por lo cual Por quién doblan las campanas, fue denostada por la crítica literaria internacional, adepta a la causa republicana que lo acusó de "fascista inocente". Simplemente, Hemingway pintó a sus personajes como lo hacía el Dionisio aludido por Aristóteles.

Años después, le darán la razón a Hemingway: el largo espinel historiográfico  de estudios contemporáneos sobre la guerra civil española, que empezó por la monumental La guerra civil española de Anthony Beevor (editado en 1982 y reeditado en edición corregida, ampliada y con más bibliografía en 2005), para terminar en esa mala copia ibérica del double o seven de Ian Fleming que promete ser el nuevo culebrón literario Falcó de Arturo Pérez-Reverte.

 

Nota bene: À tout seigneur, tout honneur. La elección de la pistola de Falcó, una Browning 'mataduques' FN 1910 calibre 9mm. -nada que ver con la inepta Beretta calibre.25 del double o seven- y el 'cambio táctico' de cargador que hace el protagonista en el tiroteo final le acreditan a la novela Falcó la envidia eterna de Ian Fleming.

Los que saben me entienden.

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